Un mar de agujeros negros
El comienzo de esta aventura ha sido largo y extenuante.
Llegamos a Narsarsuaq un 26 de abril, después de una escala en Copenhague desde Barcelona. Parece tan lejano ahora... Como si hubiera sido en otra vida.
En Narsarsuaq nos recibió Ramón y por fin estuvo todo el equipo junto, por primera vez: Ramón Larramendi, Marcus Tobia, Carlos Pitarch, Begoña Hernández, Juanma Sotillos y una servidora, Lucía Hortal. Además, contamos durante esos días con la ayuda de la que hubiera sido la componente número siete de nuestra expedición, Anne Connover, que finalmente se había dado de baja por problemas de salud.
Ramón nos hizo un breve tour de los 20 edificios que componen el "pueblo", uno de los cuales sería nuestro lugar de descanso durante la preparación: una oficina donde dormimos (bien dentro, en el suelo, bien fuera, en tiendas de campaña). El segundo edificio importante es la discoteca del pueblo (abierta solo para nosotros) donde tendríamos nuestro taller: allí montamos el trineo y lo pusimos a punto para la travesía.
Y así comenzó la expedición, con todo el equipo trabajando junto para componer el trineo de viento 0 emisiones en una discoteca. Carismático como poco.
Ya digo que esta ha sido una expedición con un inicio interminable, o así la contemplamos todos, ahora ya que damos por terminado el inicio.
Y es que nuestra subida al glaciar, al inlandis groenlandés, estaba prevista en un primer momento para el 5 de mayo. Tras avisos de tormenta, que impedían volar al helicóptero, se retrasó el vuelo al día 7 y finalmente al día 9.
Los lunes no son buenos, ya lo sabemos todos, y aquel no fue una excepción.
Contábamos con dos helicópteros y dos pilotos. En un primer vuelo, la mitad de nuestro equipo, Ramón, Carlos y Juanma, se aventuró hacia el interior de la isla, haciendo un reconocimiento del área cercana al punto donde habíamos decidido comenzar la travesía con el trineo. Este reconocimiento tenía un propósito doble: primero, corroborar que no había grietas en el hielo cerca de la zona, ya que pueden resultar mortales, y segundo, localizar, aunque solo sea a vista de águila, el que habíamos decidido que sería nuestro punto final de la travesía, lo que sospechábamos que era un nuevo nunatak no cartografiado nunca.
Una vez los compañeros habían sido depositados en la localización, después de la ronda de reconocimiento, el primer piloto dio el aviso para empezar a llevar el trineo y el resto de la carga con el segundo helicóptero.
¡Fantástico! Atamos el trineo, desmontado, al sling del segundo helicóptero y este se elevó, destinado a llevar el trineo a los compañeros que estaban ya en el hielo. El tiempo se estrechaba, el primer helicóptero había vuelto ya pero el segundo no aparecía. Desde primera hora del día, todos teníamos un nivel de nervios de base bastante elevado, porque el día de vuelo no se estaba muy tranquilo, y los nervios no hicieron más que escalar.
Finalmente vimos aparecer el segundo helicóptero de vuelta... Cargado todavía con el trineo. Algo había ido mal y no había podido dejar la carga en la localización. Al bajar, el piloto nos explicó que, en cuestión de los 30 minutos entre el aviso del primer helicóptero y el vuelo del segundo, la nubosidad y el viento habían cambiado radicalmente, bloqueando el acceso por completo.
Así que los compañeros estaban atrapados en el hielo y nosotros bloqueados en la base. Estábamos jodidos, que diría Ramón.
Por suerte para ellos, Ramón había decidido llevar algunos suministros y una tienda auxiliar, y cuando hablamos con él aseguró que estarían bien y que no había motivo para ir a buscarlos. Al contrario, esperarían allí a que nosotros tuviéramos condiciones favorables para llegar hasta ellos. Y comenzaron el racionamiento de suministros en el glaciar.
De vuelta en la base, comenzaron unos días muy largos y vacíos: todo el trabajo estaba hecho y no había más que estar dispuesto a volver a intentarlo. Pero las condiciones favorables no llegaron hasta 7 días más tarde, después de varios simulacros que resultaron fallidos. En estos casos es importante aunar paciencia y no perder el ánimo con el que contábamos de inicio. Éramos conscientes de ello y hacíamos esfuerzos explícitos para mantener la perspectiva y la inercia anímica.
En el glaciar, los compañeros parecían pensar que la nuestra era la peor parte porque estábamos frustrados, sin pisar hielo todavía y con amagos continuos. Nosotros, al contrario, estábamos más preocupados por ellos. Veíamos pasar los días y sabíamos que los suministros iban disminuyendo poco a poco. Nosotros en cambio seguíamos en una posición cómoda en ese sentido.
Finalmente, el día 15 de mayo, 10 días después de la fecha prevista y pocos días antes de que tuviéramos que intentar mandar más suministros a nuestros compañeros, se abrió de nuevo una ventana de oportunidad para ascender al glaciar. El piloto, Mads (que nos cae muy bien a todos), se levantó decidido e inspirado ese día y fue, en gran medida, gracias a su testarudez que finalmente conseguimos llevar el trineo, el resto de material y provisiones y el resto de componentes del equipo al lugar del comienzo de la travesía. A pesar de que las condiciones de vuelo eran peores de las que habíamos tenido el día 9.
Gracias Mads, te queremos.
El reencuentro fue a gritos, por la emoción y por el ruido ensordecedor del motor del helicóptero, y con muchos abrazos y golpes en la espalda (total, con tantas capas, apenas se sienten).
Estábamos todos muy felices. Casi más que el día en que teníamos que haber partido todos. Parecía que aquello podía, por fin, comenzar.
No sabíamos lo que nos esperaba: en la siguiente semana avanzaríamos un total de 20 km.
Nuestra ruta estaba estimada entre 1000 y 1500 km. En cuatro semanas. Un pelín pillados, tal vez.
Pero nosotros eso, a priori, no lo sabíamos, ya digo, y llevábamos ya varios días de retraso. De modo que, apenas los abrazos y golpes en la espalda habían terminado, nos pusimos manos a la obra a montar el módulo de habitabilidad, donde dormiríamos 4 de los 6 integrantes esa misma noche. Logramos terminar justo a tiempo: esa noche se presentó en nuestra zona una tormenta.
Temperaturas por debajo de -25 ºC y vientos de más de 70 km/h, pero el módulo de habitabilidad aguantó a la perfección. Al día siguiente, nos despertamos prácticamente enterrados en el hielo y, con la tempestad rugiendo sobre nuestro campamento, continuamos montando el resto del trineo de viento, módulo por módulo, hasta completar los 4 trineos que lo componen: un primer módulo de pilotaje, un módulo de carga principal a continuación, luego el módulo de habitabilidad y por último otro módulo de carga, más pequeño. Los dos compañeros que no dormían en habitabilidad, lo harían en una antecámara del módulo de pilotaje, más amplio pero más frío. Con los mocos congelados, las pestañas pegadas y vigilando que no se nos congelaran los dedos de las manos, poco a poco terminamos de ensamblar el trineo de viento.
La tormenta, por supuesto, amainó poco después de haber completado el ensamblaje, ni un minuto antes ni uno después.
(Suspiro)
Eolo es caprichoso, como se demostraría en numerosas ocasiones posteriores. Nosotros solo estábamos felices de haber terminado el leviatán. Y de que la cuerda del módulo de habitabilidad que había estado haciendo sonido de trompetilla toda la noche, se callara ya por fin. Sonaba como un helicóptero y nos tenía a todos rayados...
Más allá del trauma colectivo con los helicópteros, los días de calma que siguieron a la tempestad no eran si no otro palo en nuestras ruedas, a fin de cuentas vamos montados en un trineo de viento. Había todavía trabajo que hacer, antes de poder movernos así que al principio no nos preocupó mucho. Teníamos que probar, por lo menos, la mitad de las cometas que traíamos con nosotros, algunas de las cuales nunca antes se habían probado, y aprender los protocolos propios del trineo: los distintos roles que podríamos tomar durante la travesía cada uno de los miembros de la expedición, las tareas paralelas (pero esenciales), el set up y desmontaje de la ciencia, el pilotaje, los peligros, las dinámicas de turnos...
Pero a medida que íbamos aprendiendo todas estas cosas, nos dábamos cuenta de que el viento no estaba acompañando nuestro progreso. De que probablemente estábamos bajo la influencia de los nunataks, al pie de los cuales habíamos decidido comenzar esta aventura. El viento hacía de las suyas todos los días. Moria por completo al medio día, volvía a levantarse levemente al caer la noche (ay... cuando todavía teníamos noche) pero viraba en la dirección que no queríamos, etc. Así que elevábamos cometa para poner en práctica los protocolos, pero en seguida teníamos que detener la marcha para no desplazarnos en dirección contraria o hacia zonas más bajas dónde había grietas en el hielo.
Uno de los propósitos de esta expedición era tantear la posible existencia de una "autopista" de viento que, por la orografía de Groenlandia, podría existir en la cara oeste del domo sur. Nosotros estábamos en la incorporación a esa autopista, so to speak. Y aquello era peor que la M-40 un viernes a las cuatro de la tarde, virgen santa.
Una semana después de estar todos juntos en el hielo solo habíamos conseguido desplazarnos 20 km, y ni siquiera enteramente en la dirección que queríamos.
Luis Moya ya expresó nuestra desazón, todos esos años atrás, con la mítica frase "trata de arrancarlo Carlos, ¡por Dios!".
Por fin, tentativamente, el 22 de mayo conseguimos hacer un buen trecho: 50 km a una media de 30 km/h con picos de 41 km/h. Tuve el placer de ser copiloto en esta experiencia mística que es ir montada en, esencialmente, un trineo de madera de más de 2000 kg, sin parabrisas, que va dando tumbos al atravesar campos de sastrugis, de los cuales había muchos. Y extensos.
Ya digo, una experiencia mística. Y dolorosa.
Pero habíamos avanzado y moralmente nos vino bien. Sobre todo, para aguantar lo que han resultado ser otra semana y media de tormentas intercaladas por calmas absolutas, que nos han obligado a rascar kilómetros de donde hemos podido y como hemos podido. Y que han hecho todo el doble de complicado. Para entender lo que supone esto físicamente: las tormentas significan la preparación de los módulos antes de que la tormenta llegue, amarrandolos con estacas al suelo; la protección de la cara expuesta del módulo de habitabilidad con el trineo pequeño de carga en casos de tormenta moderada y construcción de un muro de hielo (sí, a modo de pared de iglú) en casos más extremos (vientos de 110 km/h)... Y cuando todo ha pasado, por supuesto, desenterrar todo el trineo de la montaña de nieve y hielo en el que, seguro, ha quedado bloqueado. Los 12 metros de largo y 3 metros de ancho, enteritos. Con cuatro palas nada más. Al finalizar, uno pensaría que puede descansar, pero la realidad es que hay que despegar, literalmente, el trineo del hielo para poder alzar la cometa. En caso contrario, el piloto puede no tener la fuerza suficiente para aguantar el pull de esta, y pierde los mandos por completo, pudiendo incluso salir disparado hacia delante. De modo que, todos a remangarse (figurado, porque qué rasca) y a enganchar maromas a los segmentos del trineo y tirar hacia arriba y hacia delante como bestias pardas. Así, hasta que el trineo ha sido despegado y, muchas veces, orientado en la dirección correcta.
En fin, una fiesta todo.
Semana y media de esta rutina extenuante, por fin, encauzamos un viento de componente suroeste que, con suerte, nos llevaría a nuestra primera parada, en el punto más norte de la ruta: la base norteamericana DYE3.
Autor: Lucía Hortal